Incertidumbre


No tengas nada en las manos
ni una memoria en el alma

Fernando Pessoa

Abrió sus manos pequeñas mostrando las palmas blancas y dejó escapar lo que atesoraba. No hizo falta más. Apretar los párpados con fuerza y la voluntad de dejarse ir. Soltar amarre, dejar escapar la vida. Ahora recorre los pasillos de punta a punta y sonríe de tanto en tanto. Se instaló en el borde entre los vivos y los muertos, por eso es capaz de conversar con unos y con otros. Llama a su madre en la certeza de que su madre llegará para recogerla y acurrucarla, acaricia el rostro de quien le toma la mano hoy y ríe a carcajadas ante la posibilidad de que sea su hija. Mira al espejo y no sabe a quién pertenece el rostro que la observa desde el otro lado con el pelo blanco y la piel ajada, le recuerda a su madre, pero sabe que no lo es. Discute con los fantasmas que un día habitaron el pasado y se asombra ante el movimiento de los dedos de las manos. A veces la ocupación la desborda, como cuando entonces, y se afana en enderezar un dobladillo. Desclava del pecho los alfileres imaginarios y los coloca en el falso del vestido y frunce el ceño para sopesar si el corte es el idóneo y el estampado correcto.

La vida es algo más que un cuerpo vivo. Por eso ella come, duerme, camina, deambula por los pasillos, ríe, se irrita y no soporta el aire del porche que alborota y la despeina. La vida es lo que nos arranca el tiempo y a ella la despojó de padres, nieto, compañero, de sentirse necesaria. Ahora está muerta, aunque vaya a verla y tomemos un café de máquina y un dulce industrial, aunque repasemos el albúm de fotos y las páginas de una historia reciente que no consigue conmoverla. Está tranquila. No espera nada. Nada teme.


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